Cuento - Él te limpió
Él te limpió
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ace tiempo llegó
una pequeña iglesia de creyentes a un barrio pobre. Era un barrio desgastado
por el crimen, las drogas, violencia y pobreza. La gente hacía lo que podía,
bueno o malo, para sobrevivir: piratería, extorsión, robos, secuestros y
mendicidad se mezclaban con oficios y comercio informal. La pequeña iglesia
sabía que había mucho trabajo por hacer en esa colonia, así que se designó a un
grupo de 4 jóvenes para reconocer el lugar. Así anduvieron caminando por las
calles y avenidas, hasta que llegaron a un espacio lúgubre y de aspecto muy
triste y en donde había mujeres con ropa provocativa, hombres con miradas
sospechosas y manos en las bolsas. Los jóvenes de la iglesia entendieron que
era la zona más complicada, un lugar de muchas tinieblas, así que se limitaron
a orar y repartir folletos. No pasó mucho tiempo para que un hombre, con un
tatuaje de payaso, y una mujer se aproximaran a ellos, con miradas llenas de
maldad y les dijeran:
—No vienen a
consumir nada ¿Verdad, jóvenes? ¿Es que andan perdidos? Nosotros los llevamos a
un lugar que jamás olvidarán, aquí nos faltan manos como las suyas
—No, gracias,
estamos bien. Ya nos íbamos. —Dijeron los jóvenes de la iglesia pequeña
—Una vez dentro,
ya no se puede salir, ustedes nos van a acompañar si no quieren que las cosas
se pongan muy feas.
Después de estas
palabras, otros tres hombres se aproximaron al grupo. Los jóvenes se dieron
cuenta de que estaban en una situación muy peligrosa y con mucho miedo
comenzaron a clamar a Dios en silencio mientras los hombres los rodeaban sin
quitarles los ojos de encima.
—¡Chicos!
¡Chicos! Están aquí. Perdón por hacerlos esperar, tenía un cliente muy pesado.
Una chava
atractiva, de no más de 22 años, se les acercó con una amplia sonrisa y pasó su
brazo sobre el hombro de uno de los jóvenes de la pequeña iglesia mientras
seguía hablando:
—Vengan, acá los
estamos esperando. No te preocupes Broso, son jóvenes que se van a estrenar con
nosotras, están nerviosos, eso es todo.
—María. —Dijo el
señor del tatuaje. —No te metas en esto.
—No, no, mira,
mira. —Dijo la trabajadora de la calle, al tiempo que sacaba un puño de
billetes. —Ya hasta habían pagado. Fue mi culpa, me atrasé.
El hombre del
tatuaje se le quedó viendo, luego volteó a ver a la mujer que lo acompañaba, la
cual hizo un gesto de indiferencia.
—Pues muy tú. A
nosotros danos la cuota y no hay problema.
—Sí, Broso, todo
está bien.
Con la misma
sonrisa, la chava les indicó a los jóvenes que la siguieran.
—Me tendrán que
acompañar hasta mi “oficina”, nenes, pues ya los tienen bien checaditos. En
verdad son nuevos aquí, nadie viene a estos lugares con ese tipo de folletos.
Pero bueno, no se me despeguen.
Los jóvenes acompañaron
a María hasta un cuarto. Ella se sentó en la cama, sacó su cosmetiquera y
comenzó a arreglarse. Ellos estaban visiblemente asustados y muy incómodos.
—Tranquilos, no
haremos nada malo. Pero aquí se tienen que estar una media hora por lo menos
¿Todavía les queda alguno de esos folletos que estaban dando? No pude guardar
el que me dieron, pues me obligaron a tirarlo, pero con darle una ojeada supe
que ustedes traen palabra de Dios. Nosotros también creemos en él y estoy
segura de que a ustedes los bendice mucho. Yo no soy una santa, como pueden
ver, pero sé que ustedes sí son siervos de Dios. No sé si Dios los mandó aquí o
sólo son unos idiotas, pero los quiero proteger, porque están haciendo algo
bueno y no hay nada de malo en eso.
Luego de un
tiempo los jóvenes salieron de aquel cuarto, aún incómodos, pero ya con menos
miedo. María los encaminó un tantito y ellos prosiguieron su camino, gozosos
porque Dios los había protegido de una forma tan maravillosa y les había dado
su primer contacto del pueblo: María.
La iglesia
pequeña comenzó sus labores en aquel barrio y gracias a los consejos de María
no pasaron una situación tan peligrosa como la vivida. Fueron más de cinco años
de estar trabajando en el barrio, compartiendo el evangelio. Durante ese tiempo
María se fue haciendo amiga de los jóvenes. Un día metieron al Broso a la
cárcel y eso le dio más libertad para moverse a su gusto. Ella tenía mucha sed
de Dios y demasiadas preguntas. Estaba operándose en ella un cambio gradual
conforme seguía los pasos del Maestro ¡Un día acabó vestida de blanco y dándole
el “sí, acepto” a uno de aquellos jóvenes que alguna vez ella salvó de un grave
problema! La boda fue muy bonita y María estaba llena de alegría para compartir
las grandes cosas que Dios había hecho en su vida.
CCFARFCC
Una noche tuvo
un sueño. Vio al Broso encerrado en una cárcel, la cual era grande como el
desierto. Lejos de él estaba la mujer que
lo acompañaba el día que María conoció a los jóvenes de la iglesia pequeña. La
mujer clamaba por ayuda, pues se había perdido al intentar llegar al Broso y
ambos estaban rodeados de tinieblas. María se despertó con el claro entendiendo
de que Dios la estaba mandando con las personas que menos hubiera imaginado.
Sagrario, la mujer del sueño, vivía a las orillas del barrio. Se
había logrado deslindar de todo el proceso legal del Broso, quien era su pareja
y ahora se dedicaba a vender películas piratas. María respiró hondo antes de
entrar a su negocio. Cuando Sagrario la vio, notó a una María totalmente diferente
y le dijo:
—¿Qué pasó María? ¿Qué haciendo por acá?
—Hola Sagrario, he estado pensando mucho en ti y quise venir a
saludarte
—Qué ¿Quieres que te consiga unos clientes?
—No, Sagrario, ya no me dedico a eso. Dios ha cambiado mi vida de
una forma espectacular y...
—De la calle eres y en la calle mueres. Ya sé que te casaste con uno
de esos aleluyas que llegaron. No sé cómo le hiciste, o lo engañaste o qué,
para que se fijara en una mujer como tú, tan usada y manoseada ¡Todos los
hombres del pueblo fueron tus clientes! ¿No te da vergüenza caminar en la
calle? ¿No se burlan de él por estar con una cualquiera que todos saben cómo se
ve sin ropa? Para mí, ese cristiano no es más que un cliente más en tu larga
lista. No tienes ningún cambio. Para mí seguirás caminando igual, oliendo igual y aunque te vistas
de seda, prostituta te quedas…
Los ojos de María se llenaron de lágrimas mientras Sagrario la
seguía insultando y, no pudiendo más, salió llorando de aquel lugar, muy
lastimada. Llegó a su casa, se vio al espejo y se despreció tanto por todo lo
que había hecho y que la había marcado. Se odiaba, su cuerpo, su cara, su pelo.
Cuando llegó Emanuel, su esposo, y la vio tan afectada, la abrazó, la cubrió
con besos. Llorando, María le contó lo que había pasado y lo mal que se sentía
consigo misma.
—María. Yo no me casé con una mujer de la calle, no me casé con una
mujer sucia, yo me casé con una hija de Dios. Una hija de Dios que fue cubierta
por la sangre de su Hijo Encarnado y en cualquier lugar donde hubiera estado
otro hombre, aquel Hijo cubrió con amor, amor de sangre, todo aquel pasado y lo
limpió. Y así como una vez exhortó a un pescador y gran predicador, a través de
una visión, así hoy te vuelve a exhortar a ti: “Lo que Dios limpió no lo llames
tú común”. Tú no puedes decirle “cualquiera” o “impuro” a alguien que Dios ya
limpió con la vida de su Hijo, ni siquiera a ti misma. No puedes, no debes, no
tienes derecho a llamarte impura, ni tú, ni nadie porque el ser con más
autoridad en el universo te ha hecho limpia y de aquello que te atormenta nunca
más se acordará. No puedes, María.
Pasó un tiempo para que las palabras de Emanuel dieran fruto en el
corazón lastimado de María. Un día salió de su casa, muy decidida y con un
rumbo fijo.
—¿Otra vez, María? ¿Todavía te acuerdas de los pobres?
—Hola de nuevo, Sagrario.
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